Bajo el manto estrellado de una noche tranquila, Clara y Daniel caminaban juntos por un sendero solitario. Los árboles se mecían suavemente con el viento, como si la naturaleza misma les acompañara en su viaje. El aire fresco de la noche los envolvía, y las hojas secas crujían bajo sus pies mientras avanzaban por el sendero en silencio, como si cada paso los acercara más a un lugar secreto, donde solo existía su amor.
Daniel, con una sonrisa que solo Clara conocía, tomó suavemente la mano de ella. La miró a los ojos, esos ojos llenos de un brillo sereno, como si compartieran un mundo privado, lejos de las prisas y el bullicio del mundo exterior. Sin decir una palabra, la guió hacia un claro en el bosque, donde la luna llena bañaba todo con su luz plateada.
—Cierra los ojos —dijo él con una suavidad tan profunda que Clara sintió el peso de la promesa en sus palabras—. Vamos a ver juntos lo que mis ojos no pueden mostrarte, pero mi corazón siente profundamente.
Clara, sin titubear, obedeció. Cerró los ojos y dejó que las palabras de Daniel la envolvieron. En ese instante, el tiempo dejó de existir. El sonido del viento, el susurro de los árboles, incluso el latido de sus corazones se desvanecieron, y en su lugar, solo quedó la esencia pura de lo que compartían. Era como si el mundo entero se hubiera detenido, y ellos flotaran en un espacio donde el amor era la única ley.
—¿Lo ves? —preguntó Daniel, su voz cargada de emoción y misterio—. Este es nuestro mundo. Aquí no existen límites. No necesitamos nada más que estar juntos, caminando a través de las estrellas que brillan solo para nosotros.
Clara abrió los ojos lentamente. La luz de la luna bañaba el rostro de Daniel, quien la miraba con una expresión que reflejaba todo el amor que sentía. Ella no dijo nada, pero en sus ojos brillaba la respuesta, un amor tan profundo que no necesitaba palabras para ser entendido.
—No necesito un universo para darte, ni la riqueza de los reyes, —dijo él, tomando su rostro entre sus manos, sintiendo la calidez de su piel—. Pero lo que tengo es un corazón que late solo para ti, y eso es más valioso que cualquier tesoro. Lo que te ofrezco no son joyas ni grandes riquezas, sino un amor tan puro que nada podrá arrebatártelo.
Juntos, caminaron sin prisa, disfrutando de la compañía del otro, como si el tiempo ya no existiera. Cada paso que daban les acercaba más a la verdad que se escondía en sus corazones: el amor no era una búsqueda, sino un regalo que había llegado sin previo aviso, transformando cada instante en algo sagrado. De repente, todo lo que antes parecía complicado y lejano se volvió simple y claro. No necesitaban nada más para ser felices que la presencia del otro.
—Nuestro amor es como un río que fluye sin fin, —dijo Daniel en voz baja—. Sin miedo, sin reservas. Solo nosotros, guiados por la corriente de nuestros sentimientos, avanzando siempre juntos, hacia un destino que solo nosotros conocemos.
El viento soplaba con suavidad, acariciando sus rostros y levantando pequeñas hojas a su alrededor. Era como si el mundo entero les susurrara al oído, felicitándolos por haber encontrado ese amor tan profundo, tan único. Clara se sintió completa, como si cada parte de su ser hubiera estado esperando ese momento toda su vida.
—Es un viaje eterno, ¿verdad? —dijo ella, mientras se acurrucaba junto a él.
—Sí, un viaje sin fin, —respondió Daniel—. Donde solo importa el ahora, este momento en el que estamos juntos, fundidos en el amor que compartimos.
A lo lejos, se podía ver la luz de un pequeño pueblo, pero allí, bajo el manto de estrellas, Clara y Daniel estaban en un mundo propio, donde las preocupaciones del exterior no tenían cabida. Ellos solo necesitaban seguir caminando, paso a paso, como si el camino nunca tuviera fin.
El amor entre ellos no se basaba en gestos grandiosos ni en promesas vacías. Lo que realmente importaba era lo que compartían en su intimidad, lo que vivían cada día, en cada mirada, en cada caricia. La complicidad que creaban juntos era un lenguaje que solo ellos entendían.
—¿Sabes, Clara? —dijo Daniel, mientras la abrazaba—. No tengo un universo para ofrecerte, ni riquezas como los emperadores antiguos, pero te ofrezco algo más valioso: mi corazón, mi amor eterno, y la promesa de caminar siempre a tu lado.
—Eso es más que suficiente para mí, —respondió Clara, con una sonrisa que iluminaba su rostro—. Porque, en tus brazos, ya tengo todo lo que necesito.
El viento continuó su danza a su alrededor, y bajo el cielo estrellado, ambos supieron que habían encontrado lo más importante de la vida: el uno al otro, en su amor infinito, caminando juntos por ese sendero que nunca terminaría.
Autor: Maurcio Jomma